Crónica de las vivencias de Andrés Sequeira y su familia. Su experiencia como peón
cosechero de yerba mate.
Según cuenta la historia, es una infusión inventada
por los indios guaraníes allá por el 1700, lo usaban como un ritual para
brindar hospitalidad y bienvenida a sus visitantes. También dicen
que los caciques negociaban con otros caciques bebiendo una especie de té, o un
improvisado mate con bombilla hecha de tacuapi (una rama con un
agujero en el medio).
Había un cacique guaraní en los montes de Misiones, guerrero como miles, salvaje
y astuto como pocos. Murió defendiendo su libertad y la de su pueblo, fue unos
de los primeros caudillos argentinos. Andresito Guazuray, su nombre sonó por varios siglos en la historia
misionera, quizás su leyenda sirvió para
que en 1981 una madre bautice a su
último hijo “Andrés”.
Nació en la localidad de Eldorado Misiones, es
el cuarto hijo de Elvira y Aurelio, vivían en el kilómetro 36. En el interior es
necesario decir vivo en “el kilómetro tanto”, para que el interlocutor tenga
una idea vaga sobre la aproximación del lugar. Cuando se le dice “kilómetro 36
fondo” el detalle se hace más preciso, es decir, no solo está lejos, sino que es un lugar de
pocos habitantes, por lo general se ven los animales salvajes.
Ese lugar en “el fondo” tenía algo que pocos territorios
tienen…paz, armonía, tranquilidad. Son esos paisajes verdes, donde el olor a
pino y flores se confunden con los frutos de mora y plantaciones de eucaliptus,
siete capotes, mamón y flores silvestres.
Se escucha los aleteos de los pájaros, la paloma a lo lejos huye de un pequeño
halcón, el zorzal canta en busca de pareja, el tico-tico ensordece al tucán
que trata de cantar, la urraca anuncia que se aproxima un zorro, y el loro
verde chilla en el impenetrable matorral.
El padre de Andresito, así lo llamaron hasta
los cinco años, trabajaba para un gringo, y no porque sea referido a un yankee o
es una forma de discriminar, es porque en Misiones a cualquier tipo (hombre) rubio
se le dice gringo, sea polaco, alemán, ruso, holandés, austríaco, porque
cualquier similitud con ojos claros se denomina “gringo” y si se quiere
discriminar o insultar “gringo o polaco de mierda”. Y a los niños se les dice
“gurí”, “mitaí”, a las mujeres “guaina”, a los viejos “cau” (borracho).
El inmigrante Alemán de apellido Ziclauth, y
no pregunten el nombre porque nunca se dice los nombres de los patrones del
campo. Este terrateniente, dueño de unas cuarentas chacras, empelaba al padre de Andrés, también le daba la casa
donde vivían. La madre cuando el padre trabajaba, se quedaba dando de comer a
los chanchos, gallinas y unos cuantos perros cazadores que cuidaban de la
familia.
Aprovechando
las tierras fértiles que había alrededor de la casa, en los tiempos libres sembraban en cualquier
parte donde había suelo sin plantar, hay testigos que recuerdan haberlos
vistos tirar semillas de sandía,
melón y pepinos en la orilla de las
calles.
La madre de Andrés relató en un verano
lluvioso, fue en unos de esos días donde la gente agarra cualquier banqueta y
se sienta en el corredor de la casa
(patio techado con altura) a tomar mate, y ver la lluvia caer, no solo porque la belleza del
pastizal y las hojas de los árboles
mojadas son verdaderamente una situación de relajación, también es porque no hay nada para hacer, nada con que matar el
tiempo, no existia la televisión, no había radio, nada capaz de irrumpir la puesta en escena de
la naturaleza.
“A la
noche cuando los güirises se quedaban dormidos, Aurelio y yo nos íbamos a cazar
tatú, a veces con la luna llena era más fácil, pero sino, con una linterna y
lampiu (una botella o lata con una mecha de tela que sirve para dar luz) era
suficiente. Temíamos un perro que era
baqueano corriendo a los tatus. Cuando se entocaban (agujero o cueva en la
tierra) casi siempre dejaban la cola afuera, nosotros llegábamos y los
sacábamos sin problemas, otras veces, debíamos cavar un poco, si era muy
profundo Aurelio le ponía la trampa para cuando salieran, y si no salía, le
metíamos agua”. Contado así parece cruel, pero la cultura de
cazar viene de generación, Aurelio a los 13 años ya vivía solo, subsistía cazando
algunos roedores. La carne de vaca era privilegios para pocos.
La
chacra fue el hogar de Andrés por muy pocos meses, los problemas del padre con
su padrón provocó un clima hostil de convivencia en el trabajo. Se mudaron a
una localidad conocida como la “Villa”, no se parece a nada de lo que en Buenos
Aires se denomina “villa”, más bien un
lugar donde no es una zona urbana pero tampoco es campo, son
familias viviendo unos cercanos a otros.
La villa se fundó gracias a que dos grandes colonos de yerba mate, hicieron
las viviendas para sus trabajadores, uno era la yerbatera Imhoff que aún hoy
existe y su marca “Buen Día” se exporta a todo el mundo, el otro Conopaskee, no se sabe bien que pasó.
Había dos
villas, cada uno ubicado en un cerro,
divididos por un arroyo. Cada sector tenía un “Secadero de yerba mate” donde llegaban
las cosechas para ser procesados. Cuando la familia de Andrés llegó a vivir en
el pueblo, le quedaba poco tiempo a las yerbateras, se trasladaron a zonas más
cercanas a la gran ciudad.
Estas fábricas abandonadas fueron los lugares
perfectos donde Andrés y sus amigos jugaban a los pistoleros. Se sentía todavía
el olor a hojas sapecadas de la yerba mate. Lo gigantes hornos que se
utilizaban para calentar la cinta que trasladaba los brotes, tenían toneladas
de cenizas de carbón. Los tambores metálicos eran tan grandes para los cinco
años de Andrés que parecían las naves de los extraterrestres que veía en la
series de televisión en blanco y negro
en la casa de algún vecino más pudiente.
Cuando cumplió apenas seis años, su madre
debió dejarlo junto a sus tres hermanos en la casa de unos tíos. Era normal
visitar a los parientes cercanos cada tanto, aunque quedara varios kilómetros
de distancia. Pero ese día tenía algo improvisto, las reiteradas peleas que sus
padres tenían estaba llegando a su fin. La madre, una mujer de campo, pero de
carácter fuerte decidió no estar más con ese hombre, que se destacaba por ser
trabajador, pero su agresividad después de beber no iba con la educación que
Elvira pensaba para sus hijos.
La separación de los padres llegó, Andrés
estaba en el preescolar, sus hermanos apenas mayores que él ya tenían que salir
a trabajar. Pero el conflicto familiar seguía, el padre quería que dos de ellos
vivieran con él, como si fuera una repartija de objetos.
La madre fue citada por el juez, para decidir la
custodia de él y sus hermanos. Estaban Aurelio y Elvira sentados al lado uno
del otro, frente al juez, está vez no era para casarse como hacía unos cuantos
años atrás, sino para decidir el destino de los hijos.
El juez preguntó si llegaron a un acuerdo.
- Yo quiero quedarme con dos -dijo el padre-.
- No, o todos con vos, o los cuatro conmigo –
respondió la madre-. No quiero que los hermanos se críen separados.
Elvira había tenido una infancia complicada y penosa,
no quería que sus hijos pasen por lo
mismo. Esas palabras eran el mejor argumento que se pudiera encontrar en los
miles de artículos de cualquier ley sobre paternidad. Así convenció al juez y
los cuatro hermanos se fueron con ella.
Hace treinta años atrás las parejas no se
separaban tan fácil como en la actualidad, tampoco estaba bien visto por las otras familias. Pero la
fortaleza de esa madre, que físicamente no pasa el metro treinta de altura, era
más potente que los bueyes arando el campo. Sola se encargó dela crianza de los cuatros varones pequeños.
Podía
hacer cualquier trabajo de campo, cada temporada tenía su cosecha, como ser: de
maíz, de cinticos como la naranja, mandarina o el limón. De plantar yerba mate o limpiar las
plantaciones; carpir, machetear. En esos tiempos se hacían la cosecha de tung,
era un fruto que se utilizaba para hacer aceite negro, también era una fuente
de trabajo para los peones del lugar.
Pero
lo más típico donde la mayoría de los hombres que allí vivían era la cosecha de
la yerba mate. En el verano se hace “la melena”, la cual consiste en sacar las ramas
pequeñas y brotes de la planta sin tocar la punta. Luego en el invierno, llega la cosecha de “la
copa”, se corta las puntas que se dejó en el verano.
En esos tiempos se utilizaba un machete para cortar y desgajar en el
invierno, pero luego se fueron afinando los gustos y se pidió que se cortara
con tijera las copas, también cada rama debía ser tratada manualmente. Esto complicó
aún más el trabajo de los “tareferos”, así se denominaban vulgarmente a los
“cosechadores de yerba mate”.
La técnica de cosechar la yerba mate tanto en
invierno como en el verano es poner las hojas sobre una ponchada, para
ejemplificar: sería como una lona donde se cargan los materiales como la arena
o ripio que se utiliza para dejar en las
construcciones.
Las
plantas están ubicadas de forma vertical a una distancia, se alteran entre un
metro y el metro y medio, denominados “liños”, separados horizontalmente por
un espacio de tres metros. Las medidas varían según el tractor que el colono
tenga en su chacra, con el cual limpia arando o fumigando las malezas que
crecen en el yerbal.
Los
hermanos de Andrés debían ir a la escuela, entonces la madre tenía que llevarlo
en los lugares donde se hacia las
cosechas.
En las mañanas frías de invierno, donde la
madrugada tenia olor a humo del fogón, Elvira debía despertar al niño, mientras preparaba la “matula” (la vianda). Andresito feliz
se despertaba para acompañar a su madre,
se ponía las botas de gomas y disfrutaba del ruido cuando pisaba el suelo, él
sentía que ese ruido al pisar le hacía más grande, un día descubrió que si intercambiaba la
derecha con la izquierda, al poner al revés, el sonido era más fuerte, pero la
burla de sus hermanos al ver las curvas que hacían las botas en sus pies,
terminó por desistir de su creatividad.
Un tractor con acoplado llegaba justo a las
seis de la mañana buscar a los
tareferos, dependiendo de la distancia podía pasar a las cuatro y media de la
madrugada. Luego de juntar casa por casa a los peones, finalmente iban al
yerbal.
Andrés con
tan sólo cinco años ya estaba jugando a trabajar, aunque su rutina diaria consistía
en alcanzarle agua a su madre o ir hasta la otra punta de la parcela donde
estaba un hombre bastante grande de edad, tenía una pierna rígida, no tenía
movimiento de rodilla, le decían “Don
Chico”. Este hombre fumaba “lio” (armado de tabaco con un papelillo- ceda)
compartían en caso de no tener, es así que el niño recorría la plantaciones a
través de los yuyales hasta encontrar al viejo: “Don chico, mamá dice si le
invita un lio”, esa era la frase al llegar a pocos metros del hombre.
Una tarde cuando se preparaban para regresar
luego de un día laboral agotador, la madre observó a lo lejos que Andrés agarró unos
cuantos brotes de yerba y los machucó en sus manos. Consiguió
de este modo, que el verde de las hojas se quedara impregnada en sus
manos. Los cosechadores por lo general
tienen guantes de cuero para quebrar las ramas, pero la mayoría no lo tiene, a veces por el precio, algunos porque no le gusta
trabajar con guantes, o porque el tamaño no es acorde a sus dedos, de
igual modo duran poco tiempo, ni una temporada de cosecha. Así que los
tareferos optan por trabajar con las manos sin protección, esto provoca que un color verde oscuro en los pigmentos de la
piel.
Al llegar a la casa y saludar a sus hermanos, Andrés
se recuesta en la rustica banqueta de
madera, y proclama en voz alta haciendo
oído a los espectadores:
– ¡Hoy trabajé mucho… no mamá!
La madre lo mira, y asienta con la cabeza, sonríe cómplice de la verdad, sabiendo lo que
se venía.
- ¡Mentira,
que vas a trabajar vos! – contesta uno de los hermanos-.
- Si, mirá -le muestra las manos manchadas por la
yerba mate-.
- Que mentiroso, te ensuciaste las manos- contesta
el mayor. Todos ríen, Andrés los corre a
grito de, ¡hoy trabaje…hoy trabaje!
El tiempo
pasó, Andrés ya iba a la escuela, era un lugar encantador, tenía unos pinos gigantes
que daban sombras frescos en los veranos. En el invierno en el patio trasero, el
sol calentaba los ladrillos suavemente y los alumnos se ponían cual lobo marino
en la playa a calentarse con los rayos del sol. Había dos plantas de mandarinas, pero la de
limón-mandarina era el favorito de Andrés, y de algunos de sus compañeros, en
el horario del comedor pasaban y le
quitaban un fruto a esas plantas, la
mandarina para el postre, y el limón - mandarina para echarle a ciertas comidas
para darle mejor gusto, a veces se comían la cascara por el sabor particular de
la misma.
En la escuela
había una hurta, donde la maestra en tercer grado siempre les hacía a sus
alumnos sembrar zanahorias, había quejas de algunos niños, nadie quería hacer ese trabajo, pero
finalmente la maestra ganaba, y al cabo de unos tres meses, los alumnos iban a
la hurta a cosechar sus zanahorias, después iban a las piletas que tenían una canillas
en fila, las limpiaban, mientras
charlaban y jugaban se comían las
zanahorias que ellos plantaron, Andrés también pasó por esa experiencia.
Una mañana
durante el recreo estaba jugando a las bolitas, vio que su madre hablando con
el director, pensó que algunos de sus hermanos se había portado mal, en
particular uno que era rebelde, a tal punto que un día mordió al portero. Pero
nada impidió que siguiera concentrado en “tildar” la bolita.
En la madrugada de un lunes, la madre los despertó a
los cuatros, dormidos sin entender nada preguntaron:
- ¿Qué pasa?
- Prepárense, nos vamos semanal-dijo-.
- Pero y la escuela
-La semana pasada ya le avise al director- respondió la madre-.
Ir
semanal a cosechar yerba consiste en viajar a otra región, no es posible ir y volver
en el día, debido a la distancia y a la pérdida de tiempo. Un camión sin caja,
es decir sin protección, pasa a buscar a los tareferos, los que pueden llevan un
colchón o un tijereta (una lona con cuatro patas que se despliegan) frazadas,
algunos cubiertos, pero lo indispensable
es una carpa negra de plástico. No es una de tradiciones del tipo camping, es una
común de los tipos de camión, pero menos resistente.
Cuando se llega al lugar donde están las
plantaciones de la yerba mate, cada familia elige un sector donde armar su carpa,
por lo general, se ponen una cerca de otra, a pocas distancias del yerbal.
Las
complicaciones de vivir bajo la carpa son algunos insectos, y sobre todo el frío. En el verano las tormentas tropicales
tiran por el aire las carpas mal armadas, las que tienen mejor suerte, puede
que sólo sufran una rama de algún árbol que impacte sobe la misma y rompa la
estructura.
Para
los niños de los trabajadores ir al semanal es una aventura, por más que trabajen durante el día, siempre hay un árbol
donde trepar, alguna fruta que comer, o algún pájaro por cazar.
De noche las llamas de los fuegos iluminan
cuan regimiento de soldados que esperan por un futuro incierto. En
este caso, los gritos que se escuchan y las carcajadas de los trabajadores
alivian cualquier pena y disgusto. Algunos juegan al truco, otros hacen reviro
(harina amasada que se calienta y se tritura) que acompañará al guiso, al huevo frito, o la zopa de carne.
Es
tan malo el trabajo, cuando el hombre se acostumbra y
naturaliza ciertas formas de vivir, el dolor y sufrimiento se hace parte de su carne, y el hombre explotado, no tiene
conciencia de su propia existencia. El tarefero es un obrero con dignidad e
integridad. Carga en su espalda cien kilos de yerba mate y lo traslada a metros de distancia. Junto a otros cuatros hombres lo subirán al camión que llevará el sudor
de los menzúes para secar junto a las yerbas en los tambores metálicos, donde algún día otros niños jugarán a ser grandes.
La yerba mate se paga por kilos, cada “raído”
puede pesar de 50 a 100 kilogramos, cuando hay más manos para cosechar, mejor va a
rendir el día, es por eso que se acostumbra ir, de ser posible, todos los integrantes de la
familia a cosechar. Se paga miseria los kilos cosechados. Un kilo de yerba
envasado tiene un valor aproximado de 60
pesos, en cambio un kilo de la cosecha unos 9 pesos.
El trabajo del tarefero es realmente duro y
precario, debe lidiar con los extremos de los climas, con las lluvias, con los
insectos y animales peligrosos, gusanos, avispas, abejas, víboras. Algunas plantas espinosas o irritante como las
ortigas, el dolor de quebrar la yerba en invierno con las manos durante todo el día, equivale a cerrase
las manos diez veces seguida con la
puerta del auto.
Por lo general no se acostumbra a mantener
limpio las plantaciones de la yerba, antes de comenzar la cosecha el trabajador
debe limpiar la zona donde armará su raído. Algunos colonos optan por sembrar
también otras plantas en el medio del liño, puede ser maíz o mandioca, y cuando la plantación de yerba queda vieja comienzan a replantar pino.
Durante
varios años Andrés juntos a sus hermanos ayudaron a su madre a trabajar de lo
que sea en el campo. Cuando comenzó la crisis de los años noventa, la madre
decidió viajar a Buenos Aires para poder ayudar a Andrés con los gastos que
implicaba ir al secundario, los tres
hermanos mayores no pudieron estudiar, uno de ellos ni siquiera pudo terminar
la primaria.
Fue así
que Andrés comenzó a ir a estudiar en un bachillerato que se ubicaba a
unos veinticinco kilómetros de la localidad donde vivía. A veces, debía
caminar unos cinco kilómetros para tomar el colectivo. El primer año fue
difícil, ocupaba zapatillas del vecino para poder ir, tenía un solo pantalón
jean que le duró unos cuantos meses, hasta que finalmente la madre pudo
enviarle algo de ropa. Los hermanos mientras tanto buscaban trabajo por
Corrientes, Entre Ríos, y Buenos Aires.
Andrés
seguía en Misiones estudiando, en las vacaciones trabajaba haciendo raleo
(corte de pino para hacer tablas de madera) una labor bastante peligroso debido
a la manipulación que se necesita para cortar y desgajar las plantas, las motosierras
pesadas y el peligro constante de que el
árbol de diez o más metros cayera y le
causara una accidente, que por cierto es normal, hizo que desistiera pronto. Los accidentes en el
trabajo de raleo es común en la zona, hay varios hombres con una sola pierna, fueron arrancados por el golpe del árbol cundo
cae, porque no se calcula bien el
movimiento, o un corte en cualquier parte del cuerpo con la motosierra por una
maniobra equivocada, algunas muertes también entra en las estadísticas.
Andrés vuelve
a cosechar yerba en pequeñas cuadrillas que se arman improvisadamente, no más
de cinco u ochos personas. En las cuadrillas
donde iba con su madre llegaban a ser más de cuarenta personas o familias.
En las vacaciones lograba juntar para
comprase las zapatillas que de otro modo no podría, las de marcas…anhelaba
tener una de marca… y los botines de fútbol.
Las
tardes de fútbol era algo que se disfrutaba, desde lejos se oía el pique de la
pelota, se sabía que había alguien que estaba
en la cancha y tiraba la pelota en el aire para que cayera
con fuerza al piso.
De a poco ese trueno artificial que producía
el golpe de la pelota en el suelo, llamaba a los pibes futboleros, se armaba un
partido de 5 y 5, de 8 y 8 o de 9 y 10, no importaba los números, si eran par o
impar, lo transcendental era jugar y estar preparados para el campeonato de la
liga que se jugaba los domingos. Después del futbol, era rutina ir todos a la
casa de Andrés a tomar tereré para sacar la sed.
Con quince años se acostumbró a vivir solo, los
hermanos migraron junto a su madre en busca de un mejor trabajo. La casa pasó a ser el refugio para los casados y solteros, no se esperaba
algo extraordinario en la reuniones de los viernes, como ser alguna fiesta con drogas,
mujeres bailando o algo parecido, más
bien la excusa sana de música, truco y asado.
Cuando
la cosa estaba jodida “poca plata”, cada uno llevaba algo para cocinar: uno ponía
las papas, el otro las cebollas, el otro los fideos, así se armaba la “comilona”
.
Tenían un cuaderno,
aún hoy Andrés lo guarda como recuerdo, ahí está anotado que llevaría cada uno para cocinar. Un día
tenían todo, sólo faltaba la carne, pero él que la semana pasada había robado
la gallina de su madre ya no lo podía hacer, él que pidió fiado de la carnicería
para que pague su padre tampoco, hasta que uno dijo:
- Yo sé dónde podemos buscar… pero no se…
- ¡Ah yo también! -dijo otro, agachando la mirada con
vergüenza-.
Siempre hay uno que agita la manada -¡dale boludos, hablen!- manifestó el más
grande del grupo.
Finalmente uno como bien misionero y marcando bien
el acento dijo:
- En la orilla de la calle de allá arriba, hay una
gallina culeca.
Todos asentaron con la cabeza, revelando que conocían el paradero de esa gallina, pero al mismo tiempo se miraron como diciendo “quien se anima agarrar una gallina culecando, y no solo eso, después comerla”. Ese día se hizo el mejor guiso de arroz con pollo que jamás se habrá hecho en el mundo, para el grupo de cuatro amigos que armaron la cena ese día fue una gallina culeca, para los que llegaron más tarde a la cena, fue pollo comprado.
Todos asentaron con la cabeza, revelando que conocían el paradero de esa gallina, pero al mismo tiempo se miraron como diciendo “quien se anima agarrar una gallina culecando, y no solo eso, después comerla”. Ese día se hizo el mejor guiso de arroz con pollo que jamás se habrá hecho en el mundo, para el grupo de cuatro amigos que armaron la cena ese día fue una gallina culeca, para los que llegaron más tarde a la cena, fue pollo comprado.
En vacación de invierno Andrés trabajó
nuevamente en la cosecha de yerba, esa temporada fue la más dura de su vida,
estaba terminado el quinto año del secundario, sentía alegría del sacrificio que
realizó junto a su familia durante ese período de estudios.
Una llovizna fina con viento fue la que desató un pensamiento
que estaba oprimido y oculto. Faltaba unas tres horas para terminar el día
laboral, comenzó a lloviznar, el frío y el viento penetró hasta los huesos de
Andrés, se congelaron las manos y los dedos de los pies, puede que ese día le
faltaba energía, o físicamente no estuviera bien, volviendo a su casa con mucho barro
denso en sus pies, tratando de no pisar alguna piedra resbalosa de la calle,
con la llovizna cuasi congelada que le pegaba de frente pensó:
“No quiero esto para mí, pobre de los que tienen que
trabajar toda su vida de esta forma”. Recordó a todos los hombres que habían
compartido con él en los campamentos de la cosecha de yerba mate. Ese día llegó
a su casa, calentó el agua en el fogón a leña, esperó a que se entibiara, se
bañó, se acostó en la cama, descansó gratamente sabiendo que ya había conocido
la dureza de trabajar en el campo, y que trataría de nunca más volver.
Me gusta el
vino… un día escuché a un catador, aconsejando sobre la cultura del vino, decía
que no debemos concentrarnos solo en el sabor, antes es necesario pensarlo.
Es por eso
que antes de tomar pienso en los viñedos,
voy mentalmente a esa montaña, veo las plantas de uvas, observo la lluvia cayendo
sobre la parra, miro a los que cosechan, trato de sentir el viento en ese lugar,
veo el suelo, en la noche la luna llena se refleja en la uva, acompaño los frutos
hasta que son exprimidos, luego huelo las barricas de robles donde se guarda
por un tiempo el vino, finalmente lo bebo sin degustar, porque ya conozco su origen y su esencia.
Si hiciéramos lo mismo antes de hacer el primer
sorbo del mate…puede que suceda algo especial.
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