Ubicado en el centro de la
ciudad, con el paso de las décadas, se convirtió en un punto clave de la Ciudad
de Avellaneda, referente en cuestiones médicas públicas y una parte importante
de la formación de muchos de los doctores que estudiaban en Capital Federal.
Por María Belén Ledesma
Edificio
imponente, con sus características paredes exteriores de color blanco, con múltiples
plantas dedicadas a la atención médica de pacientes, que históricamente asisten
con la intención de recibir los mejores tratamientos. El Hospital Fiorito fue inaugurado
en 1913, constaba con dos cuerpos divididos por las vías del ferrocarril a
Ensenada, que más tarde fueron desactivadas, dando paso a la unificación de
ambos cuerpos, con un gran predio de una manzana de extensión.
Durante
esos años la ciudad se encontraba bajo la intendencia de Alberto Barceló,
dirigente conservador, denominado “el último caudillo urbano de la época”, cuyo
mandato -según el historiador Miguel Angel Scenna- fue “duro, implacable, paternalista, mechado de violencia, fraude y
corrupción”.
Al
referirse a esta década, aquellos más relacionados con la historia del
municipio la definen como un desastre, en las cuales los prostíbulos y la mafia
se podían ver presentes en la vida cotidiana de las personas, pero otros
resaltan las cantidades de políticas públicas que se llevaron a cabo.
Lo
cierto es que la mafia existía, el poder era concentrado y el hospital se
construyó e inauguró, se expandió años más tarde y además era considerado como
uno de los más importantes.
Bajo
esas circunstancias los médicos que hacían sus residencias en el Hospital
Fiorito, habitantes de Capital Federal, cruzaban el actual Puente Pueyrredón,
unía dos ciudades totalmente diferentes: por un lado, una céntrica y con cierto
prestigio por ser la capital de Buenos Aires. Del otro, el sur: “es la ruta de los que abrazan las causas
perdidas, los que se estrellan contra los molinos de viento, los generales del
ejército de la nada, los que buscan su destino sin temor de encontrarse con el
ocaso”, deslizó Raskovsky, uno de los testimonios de la novela “Historia de
extramuros: el Hospital Fiorito”, de Natalia Yavich.
Contextos de mafias y
violencias
Historias
de doctores que vivieron la marginalidad de las familias y su entorno, por el
simple hecho de ir a trabajar al Fiorito se esconden dentro de las altas
paredes del edificio que guarda su prestigio a pesar de las apreciaciones que
se tenía décadas atrás. “Acá se vivieron
tantas historias que al escucharlas te hielan la sangre, en esos momentos era
muy complicado ejercer con tranquilidad la profesión, las mafias estaban
rodeando a los médicos, pero estamos orgullosos de esos profesionales que nos
ayudaron a construir esta hermosa institución”, expresa con orgullo la Dra.
Lopez, una traumatóloga del hospital, quien a pesar de no ser parte del plantel
en esa época, demuestra conocer como la historia golpeó con fuerza la profesión
dentro del Fiorito.
"Yo iba también al sur, a aquel hospital de
extramuros (...) a sabiendas de que debería afrontar la discriminación de vivir
del otro lado del puente. El puente simboliza una elección, un viraje en la
vida. Quemar las naves para alejar la tentación del retorno fácil. Iba camino de
ser un médico más del montón", expresa Raskovsky.
En
aquella época todos los cirujanos, buenos y malos, se hacían con las prácticas.
Las demandas de atención quirúrgica eran grandes, las peleas de mafia eran
moneda corriente, y los cirujanos que recién ingresaban a trabajar en el
hospital, tenían que ser capaces de reconocer el tipo de herida e intervenir sobre
ella con rapidez y eficacia. Los heridos llegaban casi muertos y las presiones
a los doctores eran evidentes, ya que si el paciente fallecía corría riesgo la
integridad física del cirujano, según expresa la Doctora López.
Gran
parte de la población era inmigrante, no hablaba por completo el idioma, y
muchas veces había que adivinar los síntomas. Muchos doctores no querían ser
parte del cuerpo médico del hospital, “además de ponerse en juego la vida de
los hombres que no te podían decir que era lo que les pasaba, solo expresaban
dolor y el médico tenía que rebuscársela”, agrega López. Muchas veces se los
operaba sin saber cuál era el diagnóstico, por los apuros del momento o el poco
conocimiento.
“Y
bueno (…) eran los polacos que en esa época de la inmigración, los tipos que no
tenían la menor idea, que no hablaban español, y entonces los operaban,
entonces así se hacían la mano”, indica Selvín, en otro de los relatos en el
marco de la novela citada.
Si
bien la atención era buena y el prestigio lo convertía en una gran institución,
las noches en la guardia eran de suma peligrosidad, llegaban heridos de dos
bandas, que habían disputado, muchas veces por ajustes de cuentas o por
territorio y los médicos intentaban que sus acompañantes no se crucen dentro
del edificio, ya que eso podía terminar en una tragedia aún mayor.
Médicos
que debían saber cómo defenderse frente a situaciones de extrema violencia, y
cómo manejar la agresión de personas cuyo único lenguaje era la violencia, las
heridas a matar y la corrupción.
Motivos
más que suficientes para lograr la marginalidad de las personas que vivían en
Avellaneda y de los que a su vez trabajaban en el hospital, renunciaban a una
carrera prestigiosa en buenos hospitales del centro, pero aceptaban el reto
personal y profesional de ejercer en un lugar donde la vida del paciente era
tan o más valiosa que la de uno.
Fábricas pujantes y una
división simbólica
Pero
no todo eran ajustes de cuentas y mafias en la ciudad, muchos de los habitantes
eran trabajadores de las fábricas que abundaban y generaban fuentes de trabajo
para inmigrantes y argentinos. Ellos conocían la situación pero aspiraban a
convertirse en una cuasi capital, como la ciudad que los marginaba, que se
encontraba del otro lado del histórico Riachuelo.
Aquel
Riachuelo, hacía las veces de cerco para las personas que habitaban el sur del
conurbano, generando una fuerte crítica hacía quienes se llenaban de voluntad
para desempeñar sus especialidades médicas. Frontera simbólica, que significaba
una división de clases según la mirada céntrica que portaban los habitantes de
Capital.
Hoy
en día el hospital sigue teniendo la misma infraestructura, pasillos con
paredes altas, ventanales enormes que tienen un aspecto antiguo y una puerta de
madera con la misma altura que hace décadas, y cientos de pacientes que asisten
esperando atención médica.
Dentro
de un edificio, entran tantas historias, como pacientes, y al caminar por los
fríos y largos pasillos se puede ver a algún médico de guardia correr desde
urgencias al quirófano, como seguramente lo hacían décadas atrás, porque más
allá del contexto histórico-social en el cual se encuentre inserto el hospital,
la profesión, la dedicación y la pasión por la medicina es la misma.
Los
habitantes de Avellaneda están tan acostumbrados a la presencia del hospital,
que no dan cuenta de las historias que se guardan en su interior. Los
profesionales que pasaron y aún están allí son aquellos que valoran su
profesión por lo que puede brindar a la sociedad, el llamado hospital de
extramuros, que se involucra con la realidad y el contexto desde que fue creado
y puesto en funcionamiento.
Las
situaciones que se atravesaron para llegar a ser el hospital que hoy es, fueron
las que formaron sus códigos de éticas, marcaron el camino y demostraron que lo
que pasa por fuera de la institución es también una temática que afecta a lo
que se hace y como se hace dentro.
“Cruzaban
el puente, y sus familias que eran conservadora los despreciaban, les
recriminaban que todo el esfuerzo era tirado a la basura, sin saber que eran
los que estaban contribuyendo a crear lo que ahora es, un hospital de prestigio
en zona sur, porque todos tienen un buen concepto del Fiorito, y esperamos que
todo el esfuerzo no sea en vano”, sentencia una traumatóloga trabaja hace años junto a sus
colegas para lograr resguardar la historia del hospital y el honor del mismo.
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