Javier Sinay, el ganador del premio García Márquez del Periodismo, y trabajador de la Revista Rolling Stone -entre otros- escribió un artículo sobre la tarea periodística. "Los acertijos de conciencia abundan en nuestro oficio", expresa.
Javier Sinay se centra en historias criminales y judiciales
El 28 de abril de este año murió Abraham Kanzepolsky, que fue uno de mis principales contactos en el pequeño pueblo santafesino de Moisés Ville mientras estuve investigando y escribiendo un libro titulado Los crímenes de Moisés Ville. Kanzepolsky respondió al apodo de "Ingue" hasta su día final, a los 84 años: un sobrenombre muy simpático si entendemos que significa "muchacho" en ídish. Él, que había crecido en una época muy diferente a la de los crímenes, se aburría un poco en el pueblo y solía hacer de guía para quienes llegábamos en busca de nuestros orígenes. Él fue mi fuente. Y cuando murió, me quedé pensando qué era realmente una fuente.
Las reglas clásicas del periodismo indican que un dato debe ser verificado con al menos tres fuentes: una de un bando, otra del bando contrario y una última neutral. Pero lo que no aclaran es que las fuentes a veces generan un vínculo con el periodista. Y podríamos establecer una categorización. Están las fuentes que dan una información porque quieren que se sepa algo, sin pedir nada a cambio. Están las que ofrecen un dato persiguiendo un interés: es el caso de William Mark Felt, el subdirector del FBI que corroboró y aportó información a The Washington Post sobre el Watergate. Están las que nos acompañan a lo largo de un tiempo, y también las que nos repelen. Y están las que tienen don de gente: de este tipo de fuentes quizás nos hacemos amigos. Kanzepolsky estaba en esta última categoría.
En el estado actual del periodismo
argentino queremos discutir cómo nuestro oficio toca los grandes problemas
cívicos y políticos, y llegamos a hablar de cosas como "la grieta".
Pero a veces perdemos de vista el lado humano de todo esto, que es el trato con
las fuentes y los entrevistados. Es un asunto conocido pero infinito: trabajar
con personas nos lleva a tener que resolver cuestiones humanas. Nuestras
fuentes confían en nosotros y nosotros en ellas. Incluso en las que nos parecen
desagradables. Por eso los acertijos de conciencia abundan en nuestro oficio.
En
junio de 2013, Javier Quiroga, a quien le decían "la Hiena", me
recibió en una cárcel de La Plata. Estaba detenido, esperando el juicio por el
que se lo acusaba de haber matado a puñaladas a cuatro mujeres. Quiroga me dio
una entrevista en una sala de visitas pequeña, en la que me contó que había
sido el otro acusado, Osvaldo Martínez, "el Karateka", el que las
había acuchillado, y no él. Todas las pruebas inculpaban a la Hiena Quiroga y
no al Karateka Martínez, pero este último era un estudiante de Ingeniería
gélido y analítico, y en cambio Quiroga lloró delante de mí y me dijo que vio
con sus propios ojos cómo iba muriendo cada una de las víctimas (a manos del
otro acusado), sin que él pudiera siquiera moverse, tan aterrado estaba.

El ser
humano y su tratamiento son un dilema constante. Las escuelas de periodismo nos
pueden dar 30 reglas, aparte de la del chequeo con tres fuentes, pero cuando un
asesino llora en la cárcel la compasión no se puede evitar. Y eso no nos hace
menos profesionales, sino más humanos.

Muchas
veces, los periodistas tenemos que decidir qué hacer cuando en alguna cobertura
necesitamos avanzar con poca delicadeza; o, en otras palabras, que sometamos a
nuestra fuente con información verdadera pero dura, o con alguna palabra
ingrata. El texto es nuestro tótem: lo glorificamos sin advertir que nuestra
tribu no es la única. Y nos pasa no con secretos de Estado, sino con notas
comunes, a veces intrascendentes.
El
desafío, en el medio de todo esto, es entender para qué uno es periodista y,
más allá de las gratificaciones personales (que no son poca cosa, pero que son
un asunto individual), qué va a darle el periodista a la sociedad con su
oficio. En el medio de la famosa crisis actual del periodismo, las noticias que
necesitamos deben examinar la realidad, siempre que se pueda, desde un punto de
vista humano. Porque el periodismo nunca fue un asunto de objetividad. Hay
eventos que ocurren de una manera y que ninguna línea editorial puede entender
de otro modo, y sin embargo la subjetividad siempre está presente. Por más que
se pretenda hacer de este oficio tan humanista un asunto técnico, el periodismo
es el arte con el que el hombre se cuenta a sí mismo en tiempo presente.
Mientras
anoto estos acertijos, algunos de los medios más importantes del mundo están
desarrollando algoritmos capaces de titular las noticias de un modo eficaz para
atraer más visitas en Internet. La presión por llegar cada vez más rápido y a
más gente hace al periodismo moderno, y en nuestra época esta presión se
potencia sin importar que se eche mano a la simpleza de pensamiento. El
periodismo, una profesión esencialmente dilemática, atraviesa tiempos
complicados. Su remedio es, en parte, un asunto humano.
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