La periodista Julieta Gugliottella fue una de las miles
que estuvo en el encuentro de mujeres en Rosario. Le pedimos que grite, que
escupa, que hable. El resultado, en esta nota.
Fotos: Saravà Terezinha
La
nota de Cosecha Roja que circuló por todos lados terminaba con una frase de Miriam
Maidana que me dejó con un nudo en la garganta (no es una metáfora, es en
serio): “A los 16 años me gustan las
adolescentes despeinadas, sonrientes, con planes, con proyectos. Vivas,
¿entienden? Vivas.”
Vivas
nos queremos, es una consigna que me angustia hasta en lo más profundo. No
puedo entender, no puedo concebir ni naturalizar, que tengamos que pedirles que
no nos maten por ser mujeres. No me entra en la cabeza ni encuentro argumentos
para que tengamos que escribir ese pedido en Facebook, en un trapo, gritarlo,
escracharlo con aerosol en una pared o usarlo de cierre para un descargo o nota
que escribimos.
Algo
tan obvio, tan de sentido común, tan que no debería existir siquiera la frase.
Nos queremos vivas. ¿Entienden lo nefasto que es tener que llegar a legitimar
esto como consigna? ¿Entienden que no sólo no desaparece ni se diluye sino todo
lo contrario? Se amplía y dispersa, se profundiza y viraliza. ¿Somos
conscientes de lo que esto significa? No estamos ya ni siquiera pidiéndoles que
nos reconozcan nuestros derechos, hoy la frase más elegida es que nos dejen
vivir. Estamos mal. Muy mal.
Dicen
que en Rosario fuimos 70 mil, 90 mil o 120 mil mujeres. Qué importa. Fuimos
muchas, como cada octubre de cada año, asistiendo a un encuentro que nos
empodera, organiza y nos encuentra discutiendo nuestros derechos y formas de
exigirlos. Una vez más no fuimos eco de ningún medio masivo hasta que se
hicieron presentes las tetas, cascotazos y tiros de los represores de siempre:
la yuta. Ni el diario ni la tele entendieron que era necesario mostrar lo que
sucedía y no se replica en ninguna otra parte del mundo.
Cientos
de talleres con temáticas tan diversas como invisibilizadas; decenas de plazas
con consignas y militancia; escuelas, hoteles y campings desbordados; peñas y
jornadas, fiestas y plenarios. Las calles las coparon hippies, troskas,
peronistas, trabajadoras, amas de casa, madres, abortistas, católicas, ateas,
anarquistas, peludas, depiladas, tortas, heterosexuales, trabajadoras sexuales,
abolicionistas, hijas, tías, estudiantes, pobres, clasemedieras, adineradas,
bisexuales, trans, tatuadas, gordas, flacas, tetonas, universitarias, militantes,
analfabetas, intelectuales y podemos seguir interminablemente.
Esto
sucedía, como siempre, durante tres días. Sin embargo las pantallas, como
siempre también, nos mostraron un sábado a la noche siendo reprimidas por la
gorra que obedece pero disfruta, cascoteando a la iglesia que nos oprime y nos
obliga a cumplir mandatos, mostrando las tetas no para tu goce sino para
sentirnos un poco más libres (¿o menos oprimidas?). Qué locas que son sus
prioridades.
Hablando
de prioridades, hagamos un ejercicio
Supongamos
que en tu lugar de trabajo te despiden a vos y a cientos de compañeros más,
porque sí, porque se les canta. Se organizan, se enojan, salen a protestar
porque no tienen cómo darle de comer a sus hijos, porque les vulneran un
derecho. Imagínense que la respuesta sea un mar de desentendidos del tema, pero
explicándoles vía redes sociales cómo y de qué manera tienen que luchar, cuáles
son las formas correctas para hacerlo mientras descalifican (y no se entienden)
las implementadas.
Supongamos
que en la escuela el profesor le vive gritando a sus alumnos, los descalifica y
violenta ante cada comentario que hacen. El centro de estudiantes decide hacer
una jornada de lucha y visibilización del conflicto en el patio. Imagínense que
las repercusiones sean que una parte de esos alumnos grafitearon el baño
durante el conflicto, que lo único relevante sea eso y no un profesor violento
y con abuso de autoridad.
Supongamos
que en una consulta en el hospital, el doctor hace desvestir al paciente como
parte de la rutina pero en vez de escuchar los latidos lo abusa, lo viola y
avanza sobre su cuerpo sin consenso, sin común acuerdo. La comunidad se entera
del hecho y decide escrachar el hospital, o la casa del médico, no importa.
Imagínense que la policía reprime a balazos y palos a ese grupo de vecinos, que
los detiene y los medios sólo muestran “incidentes” entre unos y otros y no los
casos de abuso sexual en un hospital público.
Parece
muy loco ¿no? Parece hasta tonto, burdo, absurdo, gracioso.
Bueno,
eso nos pasa todos los años en nuestro encuentro, todos los días en nuestras
vidas, en todos los ámbitos donde nos movemos, con toda la gente que nos
relacionamos, con cada espacio, actividad y jornada de la que participamos, en
cada conversación y charla que tenemos, en cada lugar que nos movemos y cada
vez que decimos y opinamos.
Lucía
lamentablemente no es la excepción a nada. A Lucía la violan y asesinan por ser
mujer igual que a cientos de mujeres por año. Lucía es la gota que rebalsa el
vaso, es el final más triste, la expresión más terrible del patriarcado y la
violencia machista. Pero no es para nada una excepción: es consecuencia.
Consecuencia
de lo que todas vivimos absolutamente todos los días. Lucía es la consecuencia
de los acosos en la calle, de los piropos en espacios públicos, del manoseo en
el transporte, del menor salario por igual tarea, de los golpes de los maridos,
de los insultos de los jefes, de los desplazamientos en lugares de poder, de la
descalificación de opiniones, de la desacreditación en discusiones, de las
prohibiciones de los novios, del “cómo iba vestida”, del “le gustaba mucho la
joda”, de los chistes con doble sentido, del ninguneo, de los mandatos
sociales, de lo que nos impone la iglesia, de lo que no nos garantiza el
Estado. Lucía no la cuenta más, ¿entienden? Pero no la cuenta más porque antes
vivió todo esto. Y lo vivimos todas. Siempre.
Entonces,
cuando volvemos de tres días en los cuales discutimos cómo terminar con esto,
cómo luchar contra el sistema patriarcal y machista que nos violenta y oprime.
Cuando volvemos de encontrarnos en la calle, en los talleres, en las
discusiones. Cuando volvemos de sentir la más satisfactoria sororidad entre
compañeras, lo último que queremos es que nos la vengan a contar.
Nos
explican que los aerosoles en toda la ciudad restan. Que desacredita nuestras
discusiones. Lo lamento si las mentes son tan pequeñas, no es nuestro trabajo
convencerlos de que unas pintadas son insignificantes al lado de nuestras
muertes.
Nos
explican que las reacciones violentas de algunas compañeras frente a la
catedral no representan a nadie del conjunto salvo a dos o tres. Disculpen las
molestias pero enojadas estamos todas, lo expresamos como se nos canta y
tenemos argumentos de sobra para estarlo.
Nos
explican que así no convencemos a nadie. Como si además de todo lo que nos
toca, también tenemos que responsabilizarnos por convencerlos.
Nos
explican que si hacemos lo que hacemos, le damos de comer a la derecha, a la
iglesia y a los medios. No nos interesa lo que tienen para decir porque a esta
gente la queremos combatir, no buscar consensos.
Nos
explican cómo comportarnos. Lo hacen los cercanos, los más lejanos, lo hacen
con buenas y malas intenciones. Lo hace quien nos quiere y quien nos desprecia.
Da igual. A nosotras no nos la cuenta nadie. Están todos invitados a participar
de nuestra lucha, a acompañarnos en la pelea, a caminar codo a codo el
feminismo. Pero nunca a explicarnos cómo se hace.



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